miércoles, junio 27, 2007

Trenes

Siempre me han gustado los trenes como medio de transporte. Supongo que quedaría claro el verano pasado, con toda la paliza que di con las crónicas (las de Narnia no, las de mi viaje).

Me gusta el tren, decía, precisamente por lo que no le gusta a algunas personas que conozco. Por esa sensación de constancia. Por esa idea de camino ya trazado, inamovible, directo al destino y sin posibilidad de giro, vuelta o cambio de rumbo.

Siempre se podría decir lo mismo de un viaje en autobús, o en avión, o incluso en barco. Pero no se, no lo veo lo mismo. En todos ellos, siempre tenemos la opción de un giro, de un cambio de carril... No así en el tren, que sigue empecinado el camino metálico que lo guía y lo soporta.

Me gusta esa sensación de abandono que me invade cuando cojo un tren, cuando simplemente me dedico a mirar por la ventanilla mientras los árboles, las montañas y las ciudades pasan en una sucesión ya definida de antemano.

Me gusta entablar conversación con quien tengo enfrente. Algo que nunca se podría hacer en el autobús, por ejemplo, donde lo que ves es el cogote del viajero que te precede.

Caminar hasta el espacio entre vagones, y permanecer de pie allí, sintiendo el movimiento, el oscilar y el vaivén constante. Y abrir la ventanilla, y recibir el golpe de aire en la cara, y descubrir sombras de edificios, árboles, ríos y montañas en la oscuridad, mientras seguimos un camino conocido e ignorado.

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