viernes, noviembre 17, 2006

Intersecciones (I)

Él no la quiso nunca, y ella pensó que su amor cubriría carencias y llenaría silencios. Y así, cargada de optimismo, se lanzó a la aventura de la vida en común, abriéndole de par en par las puertas de su pequeño piso de soltera.

Ella, rozando los cuarenta, trabajaba de lunes a sábado en un pequeño restaurante. Él, muchísimo más joven, simplemente se dejaba querer.

Los días mudaron en semanas, que por simple inercia lo hicieron en meses, sin que ningún cambio notable afectara sus vidas. En todo caso, tal vez la dejadez de él, que se limitaba a comer sin prestarle apenas atención, fue haciendo mella en el entusiasmo inicial de ella. Y pasó lo que tenía que pasar...

Aquella tarde, después de servirle la cena, pensó que ya estaba bien. Con las manos en jarras, la respiración entrecortada y mirada crispada, se plantó ante él, esperando su reacción. Apenas reparó en ella.
¡Estoy harta! - le gritó. Te alimento, limpio tus porquerías, me hago cargo de tus gastos... y todo sin recibir a cambio si quiera una mirada. Ya no se que hacer contigo - se lamentó, dejando escapar un suspiro que quizá pretendía captar la atención de él. No lo consiguió...

Sin mudar la expresión de su rostro, su interlocutor no sólo no acudió a consolarla, como ella esperaba, llorando arrepentido y lleno de propósitos de enmienda sino que, para mayor escarnio, se dió la vuelta y siguió engullendo aquella comida que parecía caerle del cielo.

Ella, llevada de un impulso que posteriormente definiría a sus amigos como "tremendamente liberador", fue arrojando por la ventana abierta uno tras otro todos los pequeños caprichos que le había ido comprando a lo largo de los meses.

Y aquel pez naranja, aquel precioso ejemplar de suaves y brillantes escamas, acabó en lo más profundo del inodoro.

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