martes, noviembre 21, 2006

A través de los surcos que dejaba la lluvia en los cristales de aquella sala, se adivinaba la pista de aterrizaje. Encharcada, agrietada y hecha un asco. Estás jodido, me dije. Pero bien.

El avión estaba haciendo no sé que maniobra, dando marcha atrás y otra vez adelante, como si el imbécil del piloto tratase de aparcar aquel enorme mamotreto. Y yo suponía que tu cara estaría asomando tras alguna de las ventanillas. Seguramente, las del lado contrario… Por no romper la racha.

Y es que este tipo de escenas, sólo le quedan bien a Bogart. A los demás se nos pone cara de idiota, y un nudo en la garganta, y no podemos decir todas las cosas que necesitamos que escuches antes de irte. Aún cuando tenemos la pueril esperanza de que si las dijésemos, te quedarías. Pero somos cobardes, o quizás lo sea él, no lo sé.

Y como no somos Rick, no nos sale ese “vete”, sino que aferrados como náufragos al abrazo, murmuramos un “quédate”. Y nos da igual Casablanca, y Paris, y que haya alguien que te aguarda allí donde vas… También aquí se te empieza a esperar, de nuevo, desde antes de despedirte…

Los motores barren con su ruido el aeropuerto rebosante de ausencias mientras el avión en el que Ilsa y tú os alejáis se eleva. Y no hay niebla a ras de suelo, ni alemanes, ni un policía francés y bajito. Sólo quedan los charcos donde rebota el agua de la lluvia.

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