viernes, noviembre 17, 2006

Nombres robados

Entrar en la muerte con los ojos abiertos. No recordaba donde había oído aquella frase pero ahora, tendido en aquella cama que no era la suya, la sentía rondar en su cabeza como una avispa furiosa.

Mi memoria ya no es lo que era, pensó suspirando. Y la frase tiene cojones, sonrió. Con los ojos abiertos, repitió entre dientes. ¿Para ver qué? ¿Para no perdernos? ¿Para no equivocarnos de camino? Suspiró de nuevo.

La luz de la noche se filtraba por las cortinas echadas, reflejando el resplandor de las farolas callejeras en el suelo de mármol. En el extremo opuesto de la habitación otra cama, vacía ya, se empeñaba en recordarle su propio futuro, mientras desde fuera le llegaba el sonido de las ambulancias gritando urgencias.

Qué extraña es la muerte, pensó, frotándose las manos entubadas; recorriendo con los dedos cicatrices añejas. Las miró pensando que llevaba en su piel el eco y el sabor, el tacto del cuerpo de mujeres que fueron hermosas, y hoy serán abuelas, o estarán ya muertas.

Qué cabrona. Me va robando los recuerdos, murmuró. En su mente subsistían vagamente las formas, aromas asociados a una piel, unos pechos, olores de la tierra húmeda de lluvia, de hierba recién cortada. A veces, como relámpagos, rostros se plantaban ante sus ojos, sin poder decir sus nombres, sin ser capaz de ubicarlos en el tiempo o el lugar.

Claro que aún no lo he perdido todo, pensó. Aún están ahí el recuerdo de los viejos amigos.. Los del colegio mayor, los de las noches de estudio. Los nombres estarán borrosos, que le vamos a hacer, pero las caras siguen bien vivas, si señor, se dijo. Todavía recuerdo los domingos de partido en la playa, o aquel día que nos encontramos una cartera y compramos unas botellas, y nos las pasamos brindando por nosotros, jurándonos amistades eternas...

Luego llegó la guerra y a cada cual le cogió donde pudo, o donde quiso, que de todo había, murmuró, mirándose la cicatriz que le recorría, como un río, el brazo derecho. La cabrona de la muerte no me quita esos recuerdos, no, gruñó. Sabe que esos son los que me joden, por eso me los deja.

Se reclinó en la cama, fijando la mirada en el techo, donde sobre la pintura blanca se proyectaban imágenes de pasadas guardias, de emboscadas, de bombardeos, de compañeros muriendo a su alrededor, o de los amigos haciéndolo en el lado contrario. Cerró los ojos...

Le despertó el ruido de una silla arrastrada. Levantó la cabeza sólo para ver a la enfermera que lo cuidaba por las noches abrir de nuevo el libro con el que cargaba desde que conoció.

Lo siento, le he despertado, sonrió la chica. Nada hija, no te preocupes. A mi edad ya no dormimos mucho, y cuando lo hacemos es para no despertarnos más, le dijo, moviendo una mano para restar gravedad al comentario.
¡Cómo es usted. Esas cosas no se dicen!, le reprochó la joven, sonriéndole de nuevo. Hizo una mueca, dando a entender que, incluso callándolas, las cosas seguían siendo exactamente igual.

No supo cuando se había vuelto a dormir. Un pinchazo agudo en el pecho le hizo abrir los ojos a la oscuridad. Un dolor que lo aplastaba contra el colchón le impedía respirar. Quiso levantar la mano para avisar a la chica, pero sus músculos no le respondían. Oía voces a su alrededor, la luz del techo se encendió, más voces, más ruido, del fondo de la habitación llegaba un sollozo. Hubiera querido decirle que no era nada, pero sentía seca la garganta y su cuerpo, declarado en rebeldía, se negaba a obedecerle.

Entrar en la muerte con los ojos abiertos. La frase apareció de pronto frente a él como un anuncio de neón. Mientras, en el exterior de su cuerpo, aumentaban las carreras, el movimiento, los sollozos en la esquina del cuarto. ¿Es esto la muerte?, se preguntó. Y de pronto comenzó.

Sobre la pintura comenzaron a distinguirse tenúemente las imágenes que lo asaltaban a veces. Sólo que en esta ocasión, como si una voz en su cabeza le dictara nombres y fechas, reconocía rostros, lugares, personas que se fueron y que ahora volvían a visitarlo, remarcadas en el blanco del techo.

Veía a su hermano, niños con quien jugó siendo pequeño, aquella novia a la que robó un beso un otoño, a su madre, saliendo de la cocina con las manos envueltas en un delantal. Su esposa...

Quiso gritar sus nombres para regalárselos al aire y robárselos así a la muerte.. No pudo. El rostro de la mujer lo sonreía desde el techo.

Con los ojos abiertos, pensó. Se esforzó en mantener su mirada fija, sin pestañear apenas, sin desperdiciar un sólo instante de recuerdos recuperados. ¿Es esto? ¿En esto consiste todo?

Sintió la electricidad recorrer su cuerpo en convulsiones. No cierres los ojos, viejo, se dijo. Una, dos, tres veces.. no pudo contarlas...

Entrar en la muerte.. quiso decirse, sintiéndo la mirada borrosa. Y mientras los párpados caían, sobre el fondo blanquecino, las imágenes observaban sonriéndolo...

No hay comentarios: